El mangrullo

Los primero pobladores del interior de la vasta tierra argentina tuvieron que afrontar todo tipo de peligros y dificultades. En aquellos días vivían en constante alerta. Por eso, en las estancias, pulperías, boliches, rancheríos y fortines, levantaban una rústica torre de troncos a manera de atalaya, que se lo llamaba MANGRULLO.

Desde el mangrullo se podía avizorar una gran extensión de terreno plano como es la pampa misma. Al realizar este control, cuando se veía algo extraño, la persona que estaba en el mangrullo daba la voz de alerta a los pobladores, con tiempo suficiente como para preparase ante la proximidad de un ataque indio. Estos ataques de los indios se los denominaba «malón». Generalmente los mangrullos o «bichaderos» se los instalaba en una loma cercana a las poblaciones de la estancia y allí un peón montaba guardia permanente con el caballo atado en un palenque, cerca del atalaya. Al ver el movimiento de los indios, bajaba rápidamente y en su caballo iba a toda carrera hasta la casa central de la estancia, avisando la proximidad del peligro de ataque del malón. Esta fue la mejor forma que encontró el estanciero antiguo como prevención ante los continuos ataque de los aborígenes. La persona que miraba desde el mangrullo, no solamente se alertaba por la presencia de los indios desde el momento que los veía, sino que muchas veces divisaban movimientos extraños de animales, o polvaredas (tierra en suspensión) que ocurrían como anticipo de movimiento de indios ordenándose para el ataque posterior. Hubo una época de la historia argentina donde los ataques de malones a las estancias o poblados eran prácticamente diarios. Todavía quedan algunos mangrullos en pie como muestra de nuestra historia, como el que se encuentra en el Museo y Parque Criollo Ricardo Guiraldes, que se encuentra en la ciudad de San Antonio de Areco, al noreste de Buenos Aires.