La Cajita Blanca de Ale Ramírez

Cuando era chico, recuerdo visitar al tío Manolo en su piecita del barrio de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires.

Él venía mucho a comer a casa, especialmente los domingos al mediodía.
Como buen español, antes del almuerzo, con una picada de por medio, y con algunos vasos rebosantes de Bitter o Cinzano con hielo, jugaban con otros tíos y mi padre, al Mus o al Tute cabrero.
Grandes contiendas, muchas discusiones, fraternales encuentros.
Que no siempre terminaban bien, tras alguna discusión sobre alguna jugada, una carta mal tirada u otras cuestiones, típicas de los juegos con naipes.
“Nunca comí unos ravioles tan ricos” le decía mi tío Manolo a mi madre, cada vez que venía a comer a casa.
Desde que recuerdo, el tío, tenía infinidad de años.
Para mí siempre fue mayor.
Siempre fue un hombre viejo.
Desde siempre, el tío, desayunaba un pan francés con aceite de oliva y ajo, con un vaso de vino tinto.
Y en invierno, ese vino, estaba un poco tibio.
Cabe destacar, que el vaso, era un típico vaso de mesa de color transparente “no tanto”.
Nunca supe si esto era porque el vidrio estaba gastado de tanto uso y limpieza, o quizás, no estaba tan limpio como debería.
Cuando le preguntabas a que hora se acostaba, él decía: “Alrededor de las 10 de la noche. Me fumo un cigarrito, me leo el diarito y a dormir”.
Esto era en la época que existía el diario o periódico de la tarde.
Cuando íbamos a visitarlo a su pieza en el barrio de Belgrano, recuerdo ver una habitación muy austera.
Pocos muebles, el baño afuera de la habitación, en el pasillo corredor.
Y unos estantes que estaban muy altos. Al menos, para mí.
En esa estantería, había de todo.
Libros, algunas revistas, ropa, herramientas varias, unos papeles viejos y una caja de color blanco.
La caja no era muy grande, pero tampoco era chica.
Se destacaba su blancura, entre tanto ecléctico contenido de esos estantes.
Alguna vez, pregunté que había en esa caja.
Habitualmente, no me respondían o trataban de distraerme con otras cosas.
El tiempo fue pasando.
Y esa caja blanca, siempre estaba en ese mismo lugar.
Una mañana de invierno, recibimos la triste noticia de que el tío Manolo había fallecido.
Como no tenía más familia que mi madre, ella y mi padre, tuvieron que hacerse cargo de todo lo relacionado al entierro, papeles y otros trámites que se deben hacer cuando ocurren estas cosas.
Lógicamente, había que ir a desarmar la piecita donde vivía, ya que había que entregarla a su propietario, quien era que se la alquilaba.
Con mi madre y uno de mis hermanos, fuimos s buscar las cosas.
La ropa se donó a un asilo de ancianos, algunos muebles se regalaron y yo me quedé con la cajita blanca.
Llevaba esta cajita sobre mi regazo mientras volvíamos a nuestra casa en Béccar.
Sin abrirla todavía, trataba de imaginar que había en su interior.
La movía de un lado al otro, para tratar de sentir algún ruido y poder así imaginar que había en su contenido.
Al llegar a casa, bajo raudamente del auto y me encierro en mi habitación.
Era el momento de abrir esa caja.
La pongo en el piso, en el centro de mi cuarto.
Me siento a su lado y levanto la tapa.
Y cuando miro adentro, no veo nada más, que obscuridad.
Se veía todo negro.
Un color negro profundo.
Le doy vuelta, para ver si cae algo, y nada.
La vuelvo a poner en el piso como estaba, y no podía creer que no hubiera nada.
Sin convencerme que no tenía nada en su interior, meto mi mano derecha como buscando algo.
Y de repente, me siento absorbido por la caja, entrando violentamente en ella.
Dentro de la caja, veo infinitos pasillos, todos obscuros, con nada de luz.
¿Qué es esto?
¿Dónde estoy?
Decido ir por uno de esos pasillos sin luz, y al hacer dos pasos, me encuentro en un desierto caluroso, vestido de soldado.
Soy integrante de la Legión Extranjera Francesa.
Me encuentro caminando en la arena, siendo parte de una larga fila de soldados, yendo vaya a saber dónde.
“Soldados, estamos a punto de ir a la batalla más importante de nuestras vidas” dice el coronel que dirigía esa tropa.
No puedo creer lo que estoy viviendo.
Rápidamente, vuelvo hacia atrás y nuevamente me encuentro en la entrada de esa infinidad de pasillos obscuros.
Camino dos pasos hacia otro de los pasillos, diferente al anterior.
Y siento agua que me moja el rostro, y que mi cuerpo va y viene, sin poder dominar mucho mi estabilidad.
Al mirar detenidamente, veo que estoy vestido de marinero antiguo y me encuentro en un barco pirata inglés, en medio de una terrible tormenta,.
La embarcación se mece estrepitosamente de un lado al otro, al ritmo de las enormes olas, que golpean el casco del barco.
“A preparase para lo peor”, se escucha en la voz del Capitán Smith, que me señala con el garfio de su brazo derecho.
Vuelvo hacia atrás, dos pasos nuevamente.
No lo puedo creer.
¿Estaré soñando?
Otra vez, en el mismo lugar de encuentro de los pasillos.
Avanzo hacia otro, y escucho una música típica del Caribe.
Me encuentro en una reposera, tomando sol, viendo el atardecer en una playa de una isla lejana.
La brisa marina, despeina mi larga cabellera rubia.
Y el sol, acaricia mi rostro, con cierta ternura.
¡Epa!.
Esto sí que está bueno.
De repente, aparece un mozo, vestido de mozo, con su bandeja y una larga cuenta en papel.
“Mister, debe pagar la cuenta de lo consumido. Son 8.456 dólares con 32 centavos”
“¡Qué!” dije atónito, viendo que tan solo tenía puesto un short de baño y nada de dinero.
Raudamente, volví y di dos pasos hacia atrás.
Nuevamente, estoy en ese cruce de infinitos pasillos obscuros.
Avanzo otra vez, doy mis dos pasos, hacia otro de los corredores.
Estoy sentado en un palco de un teatro, que parece antiguo.
Miro mi vestimenta, de traje obscuro, y noto que tengo barba y a mi lado, está apoyado un sombrero de copa.
“Ya está por comenzar la obra de teatro, Señor presidente”, dice un empleado de la sala, dirigiéndose a mí.
“Presidente Lincoln, podemos sacarle una foto” dicen a coro un grupo de fotógrafos con sus cámaras muy antiguas.
¿Qué?
¿Cómo?
Rápidamente, vuelvo hacia atrás, esos dos pasos.
Estoy al comienzo de la unión de los pasillos.
Pero esta vez, al final de uno de ellos, veo una luz.
Muy fuerte, muy resplandeciente, muy intimidante, muy seductora.
¿Qué será esa luz?
¿Dónde me llevará?
¿Será la famosa luz?
“A comer”, escucho que llama mi madre.
Me encuentro parado al lado de la caja blanca.
Tiene su tapa puesta.
Está cerrada.
Debo ir a cenar con mi familia.
No quiero retrasar ese maravilloso momento de poder cenar todos juntos.
Miro la caja blanca, apoyada sobre el piso de mi habitación.
¿Qué habrá dentro de esa caja misteriosa?

De Ale Ramírez