Ellos ya no pueden de Ale Ramírez

Me levanté re temprano como todos los días.
Voy al baño y me percato, que no tengo luz.
Si no tengo energía eléctrica, no tengo agua, porque uso un presurizador para tener presión y que llegue el agua, a todos lados en mi casa.

En definitiva, amanezco sin agua y sin luz.
Puteando un poquito, trato de arreglarme como puedo.
Salgo sin desayunar, salvo comiendo alguna galletita, pero sin poder tomar mate ni café.
Voy a subir al auto, y encuentro uno de los neumáticos, totalmente desinflado.
¡Será de Dios!, mascullo medio en voz alta.
Ya en la Panamericana, rumbo a la hermosa ciudad de Buenos Aires, voy hacia el centro porteño.
Enciendo la radio, y lo primero que escucho es el segmento: “Estado del tránsito”.
“Impresionante choque en cadena, sobre la ruta Panamericana a la altura de Vicente Lopez”, dice el tipito que habitualmente lee esa sección.
Justo donde voy yo, y sin posibilidad alguna de salida, para evitar semejante atolladero.
Lo que habitualmente tardo en llegar al centro son 25 a 30 minutos. Esta vez, se transformaron en 1 hora y 30 minutos.
Ya en el centro, voy camino a la oficina, y paro en el bar donde siempre, a media tarde, me tomo un café.
Al asomarme a la vidriera, veo al encargado, que, desde la caja, me hace algunas señas al mejor estilo Marcel Marceau, queriéndome decir, que no tienen agua.
Hello. ¡Estamos en Argentina!
Raudamente, me voy a uno de los fabulosos hoteles que se encuentran en la Capital, a reunirme con un cliente, muy importante.
Vestido con uno de mis mejores trajes, de color beige suave.
Al llegar a unos 50 metros de la entrada del hotel, piso una baldosa, que, por lo visto, estaba floja, y ella, me escupe una cantidad de agua notable.
¿Cómo merda había agua allí, si hace semanas que no llueve?
Al ver mis pantalones todos manchados de un color marrón, lógicamente más obscuro que el beige de mi traje, veo de reojo, al portero de un edificio de esa cuadra, recogiendo la manguera con la que había lavado la vereda.
¡Diosito mío!, pienso en voz alta, mientras intento sacudir el agua marronosa de mis pantalones.
Continuó mi día, con bastante normalidad.
A las 14;55 hs, me doy cuenta que no tengo efectivo en ninguno de mis bolsillos.
Salgo raudamente al banco que está en la esquina, para intentar sacar dinero de un cajero automático.
Entro a la velocidad de una gacela que huye de un depredador, y cuando me acerco a los 25 cajeros automáticos de dicha sede bancaria, veo un tremendo e inmenso cartel que dice: “Por falta de energía eléctrica, no funcionan los cajeros”.
Otra cosa mal más, no me puede ocurrir, pensaba mientras salía del banco, en compañía de otra gente, que si puteaba en voz alta.
Trato de volver a mi oficina, y al intentar cruzar la avenida Corrientes, miro hacia el lado de donde debería venir el tránsito, y con el semáforo en verde como para que yo pueda cruzar caminando, apenas piso la bicisenda, viene una bicicleta, de contramano y a toda velocidad.
Dicho bólido de dos ruedas, montado por una especie de mamut ciudadano, me atropella tan fuerte, que salgo volando por el aire, cayendo a metros del lugar del impacto.
Sin entender que me había pasado, veo que se acerca mucha gente, quienes creían que estaba todo roto o en vísperas de fallecer.
Tenía desgarrado el saco, roto parte de mi pantalón manchado de marrón, y un corte en el cuero cabelludo.
De la nada aparece una ambulancia del SAME y me atienden, poniéndome en la cabeza una especie de turbante del subdesarrollo.
Un turbante excesivamente grande.
Vuelvo a mi casa, y al llegar a la entrada del garaje de mi edificio, lo veo parado a mi portero, que, dicho sea de paso, está parado, sin hacer nada y me dice: “Epa, ¿se me hizo musulmán?”
Y en ese momento, me surgió con una naturalidad inhumana, una larga y espléndida puteada en el mejor castellano argento.
Pobre portero.
Que culpa tenía él.
Pero al finalizar esa maravillosa prosa popular, entiendo que estaba enojado con todo lo que me había ocurrido ese día.
Y ahí me di cuenta.
Que yo tuve la oportunidad de vivir ese día, con las cosas buenas o malas que me tocaron vivir.
Pero estuve allí.
Las pude vivir.
Cosa que mis abuelos, mis padres, mi hermano Guillermo y mucha más infinidad de personas, ya no pueden hacerlo.
Y esto es, porque lamentablemente, ya no se encuentran en el plano terrenal.
Han fallecido.
Y entendí, que era injusto lo que yo estaba haciendo.
Y me dí cuenta, que el vivir cada día, lo hacía con demasiada naturalidad, perdiendo la oportunidad de darle el valor que ese día tiene.
Que cada día es un hecho extremadamente extraordinario.
Y cuando comencé a pensar así, me sentí mejor.
Hasta me reí de todo lo que me había ocurrido.
Y agradecí a Dios, el haber podido vivirlo.
Quizás vos que me estas leyendo o escuchando, y estarás pensando que lo mío es una sentencia sencilla y demasiado lineal.
Que es una forma de conformarme ante las vicisitudes de la vida.
Puede ser.
Pero a mí, me sirve pensar así.
Por un lado, recuerdo con cariño a aquellos que no están, y pienso que, al no estar, ya no pueden vivir lo negativo de la vida, y por ende no pueden quejarse.
Pero entiendo también, que lamentablemente, tampoco pueden vivir todo lo otro.
Lo hermoso y maravilloso de nuestras existencias.
Por eso, cuando te ocurran cosas malas o desagradables, intentá recordar este relato.
Quizás, te ayude a pensar de forma diferente.
Y si ves que no te sirve, no pasa nada.
Seguí tu rumbo, haciendo lo que siempre hiciste.
Cada uno, decide vivir su vida de la mejor manera posible.
Y yo, trato de hacerlo, de la forma más sencilla y más eficiente, para mi forma de pensar.
Para mi forma de ser.
Además, ¡no me quedaba tan mal el turbante loco que me puso la gente del SAME!

De Ale Ramirez