«No voté: un uruguayo en la Argentina» por Roberto Butula

(30/10/2009) Por primera vez en mi vida, no fui a votar. Yo, que voto al Frente Amplio desde que nació como partido, esta vez no me sentí seducido por nadie. Y además hubiese sido una irresponsabilidad de mi parte bancarme un viajecito a Montevideo con mi familia, porque no estoy por estos días en una situación económica que me permita tal lujo.
También lamento que hayan fracasado los dos plebiscitos: el de la ley de caducidad por los actos de la dictadura y la iniciativa del voto epistolar, o sea, la posibilidad de votar en el país en el que uno vive porque eso hubiese abierto una puerta enorme a la participación política de quienes estamos en el exterior, tal como lo permiten países del primer mundo como España o Italia.

Por otra parte he podido constatar por declaraciones en internet y a través de algunos reportajes en diferentes medios, que muchos uruguayos consideran que los que nos fuimos no tenemos ese derecho, como si fuésemos los kelpers orientales.
Pero lo que no dicen esos uruguayos, es que para irse del país hay que tener mucho huevo, sobre todo cuando uno no tiene más remedio que emigrar con una mano atrás y la otra también.
Hay mucho uruguayo envidioso que no puede soportar que a algunos de los que se fueron les vaya bien. En su intimidad y con cierto sentimiento de autoflagelación se dicen a sí mismos: “pensar que yo también podría haberme ido”.
Y hoy, a pesar de estar sentados en la tribuna de la crítica, muchos reciben alguna ayudita de sus parientes del exterior. Así que terminemos con la hipocresía.
A ver si esos uruguayos que viven de las dádivas políticas o del “raterío” y del «mangazo» todavía creen que pueden sentirse más patriotas que nosotros.
Yo me fui hace 35 años con mi mujer y mis hijas un 25 de agosto, justamente el día en que se conmemora la Declaratoria de la Independencia del Uruguay y dejé a mis padres llorando porque su hijo menor y sus pequeñas nietas se iban del país.  Llovía allá y acá. Lloré en silencio toda la noche en el vapor de la carrera y dormí tres meses en el suelo hasta que me pude comprar una cama.  Y aunque los primeros años aquí no fueron fáciles (de hecho tardé tres años en volver a Montevideo), siempre, invariablemente, fui a votar porque consideraba que con mi deber cívico ayudaba a mis familiares de allá a mejorar su condición de vida, esperando que mis candidatos contribuyeran a eso desde su mandato, cosa que no siempre hicieron.
Y esos uruguayos que creen que no tenemos ese derecho, también han sido destinatarios de los posibles beneficios de mi voto y seguramente si algún progreso han tenido por el triunfo de nuestros circunstanciales candidatos comunes, me lo deben en parte a mí y a tantos uruguayos en la diáspora, los kelpers orientales que hemos gastado mucho dinero y esfuerzo en viajar con las familias enteras elección tras elección, para que, aún pequeños, nuestros hijos vieran con sus propios ojos el espíritu festivo que la participación democrática genera en la mayoría de los uruguayos bien nacidos.
Hoy vuelvo siempre que puedo.  Porque me gusta volver. Como a todos los uruguayos que vivimos en el exterior. Porque nos gusta reencontrarnos con nuestras familias, con nuestros viejos compañeros y con nuestros compatriotas queridos, con la murga, la butifarra, el postre Chajá, el dulce de leche Conaprole, el medio y medio de Roldós, con el sonido que sólo nosotros le podemos sacar a un tamboril y con todos los uruguayos de bien, que por suerte, siguen siendo mayoría.
Así que aquellos que nos quieren negar el derecho a votar desde los lugares que elegimos para vivir, pueden irse a cagar, igual que aquellos uruguayos jodidos que mejoraron su condición económica gracias a los milicos, a quienes no sólo no se atrevieron a combatir ni siquiera con su crítica, sino que adularon con el miedo y la condescendencia silenciosa.
Los que nos niegan ese derecho son aquellos pocos uruguayos que se creen «superados» por haber vivido los años infames dentro del territorio nacional y todavía no se han dado cuenta, o no quieren admitirlo, de que «zafaron» porque son demasiado intrascendentes e insignificantes para una historia que les pasa por arriba de su enorme pequeñez. 
No se olviden de Don José Artigas, que murió en el ostracismo, que fue el más grande Oriental, y cuyo nombre, a algunos de nuestros compatriotas les queda grande mencionar.
He dicho.